El hombre sonrió. Una sonrisa demacrada y desvaída. Una imagen que entonaba perfectamente con la habitación blanquecina y de aspecto lúgubre del hospital. El tiempo se había apoderado de cada detalle de su rostro deteriorado por el paso de los años. Frente poblada de preocupaciones que pronto desaparecerían en un fugaz instante, boca torcida y ojos enmarcados por la experiencia y el conocimiento de que la vida es pasajera, y cuando apenas uno se da cuenta de ello, ya será demasiado tarde.
Pero la habitación estaba decorada con memorias. Estaba acompañado por sus familiares, amigos, seres queridos, y eso es lo que importa. Eso es lo que siempre importó: No morir solo.
El llanto y la agonía inundaron cada rincón de la habitación. Ya no había caso ocultar lo inevitable, la muerte lo estaba esperando, impasible.
―Vamos, no se pongan así. Ya saben que a mí no me gusta el llanto y todo eso...―el hombre rió y arqueó las cejas, divertido. Luego suspiró. ―Los veo luego, supongo. ―y cerró los ojos.
Nunca más los volvió a abrir.
La vida no es más que una estación. Solo una parada. Un hogar temporal.
Hoy después del colegio, mi hermana me acompañó a comprar chocolates. Como siempre hacíamos, porque nos gustaba mucho lo dulce. Lo comíamos viendo los dibujitos, haciendo la tarea, después de la cena. Siempre teníamos algo dulce en la boca.
Pero ésa vez, otra cosa me llamó la atención. No eran chocolates, pero parecían ricos.
―¿Querés gomitas? ―me preguntó mi hermana.
Yo asentí y esperé a que le pagara al kiosquero. Salimos. Ella abrió la bolsita de plástico y me ofreció uno. Agarré una masita pegajosa y naranja y la metí en mi boca.
El azúcar rugoso y áspero con el cual estaba envuelto me raspó la lengua. La saliva comenzó a disolverlo y yo lo seguía sintiendo dulce, muy dulce. Los granitos de sacarosa comenzaron a desprenderse, uno a uno, derritiéndose en mis fauces, y yo sonreí divertida. Volteé y creí ver una nube sonriente y una ave curiosa que me miraba desde lo alto y yo asustada y que vamos Fanny que se nos hace tarde. Y seguimos caminando por una calle enorme en donde vive mi tía Cecilia pero nunca la visitamos porque ella está enferma. Gomitas, gomitas. Me acordé que tenía todavía mi masita en la lengua y la mordí y se me pegó en los dientes. Alzé la cabeza y lo ví ahí, al pajarito, que para mí era un águila porque era grandote, grandote. Como un elefante. O por ahí porque yo soy chiquita, entonces todo me parece grande. Menos las gomitas. Entonces le insistí a mi hermana pero ella no me creyó y me dijo que no veía nada. Yo supe que el pájaro se había escondido porque sabía que yo le había dicho. Porque todo el mundo cree que no entienden, pero sí lo hacen. Como los perritos y los canarios y los hurones. Entienden pero se hacen los tontos.
Decidí tragarme la gomita antes de que el pichón bajara y me lo robara. Pero estaba pegado y me lastimaba las encías, así que con el dedo escarbé suavecito y lo que quedaba de la gomita se cayó de nuevo en mi lengua. Y sonreí triunfante y me lo tragué. Enterito, me lo tragué. Así que cuando ya no hubo nada en mi boca, me alzé de nuevo para comprobar mi victoria pero ya no había nada. Ni pajarito ni nubes ni nada.
Miré la bolsa que sostenía mi hermana y aún estaba llena.
Cada mañana, cuando despierto, recuerdo sueños y los grabo o los escribo. A veces me pregunto si estoy dormido o si estoy soñando. ¿Estoy soñando ahora? ¿Quién puede saberlo? Nos soñamos unos a otros todo el tiempo. Berkeley afirmaba que Dios era quien nos soñaba. Tal vez tenía razón... ¡pero cuán tedioso para el pobre Dios! Tener que soñar cada grieta y cada mota de polvo en cada taza de té y cada letra en cada alfabeto y cada pensamiento en cada cabeza. ¡Debe estar exhausto!
¿Quién soy? estoy tratando de averiguarlo desde hace tiempo.
Soy una más del montón, una cifra más en las estadísticas. Una persona como cualquier otra. Como todos, como nadie.
Tal vez no sea nadie, nada.
Vivir, nacer o morir. ¿Quién sabe? Siempre será un rompecabezas que no terminamos de descifrar.
Café
Y un recuerdo fugaz y una taza de porcelana. Blanca. Frágil. Y un saquito de azúcar y una cucharita, aun impregnados a lo que fuimos alguna vez. Y un café, negro, amargo. Para olvidarte, para recodarme.
El libro
Tumbado en el diván, leía el libro. Al pasar la página las hojas rasgaban el silencio y cuando terminaba un párrafo, una frase, a veces incluso tras detenerse –sin prisa– en una palabra, cerraba los ojos y aspiraba la fragancia del papel. Después, colocaba el libro abierto boca abajo sobre su pecho, y lo observaba moverse al ritmo acompasado de su respiración, como un pájaro raro que hubiera venido a morir junto a él. Y así hasta que la luz declinaba y se dejaba ganar por el sueño, a la espera del nuevo día que le permitiría seguir leyendo.