Entre puertas y caminos conducidos,
serpenteando quizás en alguna abertura
en alguna ensortijada idea.
Una imagen se reluce entre las demás
centelleando cual fulgurosa joya
a través de pasadizos de cordura
y escaleras manchadas de titubeo.
En ella, la noche reclama su atención
atizándolo a la eterna vigilia.
Entonces la mente, tan vanidosa
y petulante,
se abre paso de entre sus entrañas.
Ahora, ella observa.
Camina.
Siente.
Imagina.
El momento en que llegaste fue el final de mi tarde tranquila, a solas. Ni siquiera saludaste, no, entraste a la sala a trompicones y yo supe de inmediato que tu día había sido malo. Que ningún día era bueno para vos. Retumbaste en toda la casa, en las escaleras, en el florero, en mi mente. Tomp, tomp, tomp. Pisadas de una horrible bestia que no dejaban huellas.
Te sentaste y no dijiste nada. Yo cebaba el mate y te miraba de reojo, esperando que me lo reclamaras con un gesto. Pero no te moviste.
―Es lindo ver el atardecer ―dijiste, sin mirarme.
El cielo estaba manchado de rojo, de ese tono anaranjado de los girasoles más maduros.
Te acercaste y me diste un beso, con la excusa de robarme el mate.
―Es el primero que vemos juntos―Yo me callé y luego no dijiste nada más.
Arriba, el sol ya se había plegado y llevado consigo el final del día.
Rompiendo instantes.
Apuñalando el corazón del silencio
Despedazándolo en pequeñas huellas
De cristal
Que de barrerlo ha olvidado el tiempo.
Rompiendo instantes.
En donde los segundos no se atreven
a existir,
Y los minutos se cuelan a hurtadillas
temerosos de un nuevo alba.
Rompiendo instantes.
Aberrante, con su voluntad impiadosa
Desafiando la cadencia de mil violines
y sumiso en la oscuridad, espera
su tímido “tic, tac”.
La niña buscó entre los escombros de un pasado sin sombra y un laberinto que ha perdido a su luna, entre una llave deformada por el tiempo y una bola de nieve como los souvenirs que se regalan en los viajes. Se adentró en la profundidad de la luz de un faro pero no lo encontró, solo se halló frente a un colosal caballo de guerra y un imperio atestado de guerreros sin rostro. Se sacudió todo el polvo de hadas y se arrancó las pequeñas alas, pues ya no deseaba volar. Encontró sus instrumentos de rosas y un lápiz mágico que describía todos sus sueños y un dibujo de Roma y una margarita gris y aplastada, y se topó con su juego de espejos y coronas; y lo rompió. Lo rompió en mil pedacitos que devolvía su triste reflejo. Descubrió su nombre garabateado en un pergamino y el eco que escupía un precipicio de agonía, y una trampa de ajedrez y un naipe de oro y un infinito lienzo de estrellas.
Pero nada de eso importaba, pues ¿de qué le servía conservar aquellas cosas, si no conservaba sus recuerdos?
El hombre sonrió. Una sonrisa demacrada y desvaída. Una imagen que entonaba perfectamente con la habitación blanquecina y de aspecto lúgubre del hospital. El tiempo se había apoderado de cada detalle de su rostro deteriorado por el paso de los años. Frente poblada de preocupaciones que pronto desaparecerían en un fugaz instante, boca torcida y ojos enmarcados por la experiencia y el conocimiento de que la vida es pasajera, y cuando apenas uno se da cuenta de ello, ya será demasiado tarde.
Pero la habitación estaba decorada con memorias. Estaba acompañado por sus familiares, amigos, seres queridos, y eso es lo que importa. Eso es lo que siempre importó: No morir solo.
El llanto y la agonía inundaron cada rincón de la habitación. Ya no había caso ocultar lo inevitable, la muerte lo estaba esperando, impasible.
―Vamos, no se pongan así. Ya saben que a mí no me gusta el llanto y todo eso...―el hombre rió y arqueó las cejas, divertido. Luego suspiró. ―Los veo luego, supongo. ―y cerró los ojos.
Nunca más los volvió a abrir.
La vida no es más que una estación. Solo una parada. Un hogar temporal.
Hoy después del colegio, mi hermana me acompañó a comprar chocolates. Como siempre hacíamos, porque nos gustaba mucho lo dulce. Lo comíamos viendo los dibujitos, haciendo la tarea, después de la cena. Siempre teníamos algo dulce en la boca.
Pero ésa vez, otra cosa me llamó la atención. No eran chocolates, pero parecían ricos.
―¿Querés gomitas? ―me preguntó mi hermana.
Yo asentí y esperé a que le pagara al kiosquero. Salimos. Ella abrió la bolsita de plástico y me ofreció uno. Agarré una masita pegajosa y naranja y la metí en mi boca.
El azúcar rugoso y áspero con el cual estaba envuelto me raspó la lengua. La saliva comenzó a disolverlo y yo lo seguía sintiendo dulce, muy dulce. Los granitos de sacarosa comenzaron a desprenderse, uno a uno, derritiéndose en mis fauces, y yo sonreí divertida. Volteé y creí ver una nube sonriente y una ave curiosa que me miraba desde lo alto y yo asustada y que vamos Fanny que se nos hace tarde. Y seguimos caminando por una calle enorme en donde vive mi tía Cecilia pero nunca la visitamos porque ella está enferma. Gomitas, gomitas. Me acordé que tenía todavía mi masita en la lengua y la mordí y se me pegó en los dientes. Alzé la cabeza y lo ví ahí, al pajarito, que para mí era un águila porque era grandote, grandote. Como un elefante. O por ahí porque yo soy chiquita, entonces todo me parece grande. Menos las gomitas. Entonces le insistí a mi hermana pero ella no me creyó y me dijo que no veía nada. Yo supe que el pájaro se había escondido porque sabía que yo le había dicho. Porque todo el mundo cree que no entienden, pero sí lo hacen. Como los perritos y los canarios y los hurones. Entienden pero se hacen los tontos.
Decidí tragarme la gomita antes de que el pichón bajara y me lo robara. Pero estaba pegado y me lastimaba las encías, así que con el dedo escarbé suavecito y lo que quedaba de la gomita se cayó de nuevo en mi lengua. Y sonreí triunfante y me lo tragué. Enterito, me lo tragué. Así que cuando ya no hubo nada en mi boca, me alzé de nuevo para comprobar mi victoria pero ya no había nada. Ni pajarito ni nubes ni nada.
Miré la bolsa que sostenía mi hermana y aún estaba llena.
Comienzo. Un reloj. Una pluma. Delirios. Un fin.
Las palabras se me escapan del tintero. La hoja se me queda mirando, atónita, y me pregunta cada tanto con una sonrisa cómplice.
Mañanas diurnas, elfos mágicos, brújulas furtivas. Todas amenazan con salir de su guarida. Salir, salir.
Revolcarse a jugar en forma de versos erráticos y torpes.
Y una noche diligente y una estrella casi transparente. Una luna que se cuela entre las paredes de tus pensamientos y las divisa, poco a poco, lentamente.
Todo ello se agolpa aquí, en mi pequeño escondite.
Comienzo. Un reloj. Una pluma. Delirios. Un fin.
¡Hola! bueno, primero que nada, ¡bienvenidos!
Supongo que se preguntarán "¿Qué rayos significa Friedmanniella?". No, no es una marca de comida rápida ni es un seudónimo de un ladrón ni tampoco es el nombre de una droga. En realidad, es un tipo de bacteria.
Está bien, ahora pensarán "¿Pero por qué carajo eligió un nombre de bacteria para su blog?" Bueno, la verdad es que siempre fui terrible con los nombres, así que me puse a buscar. (Alabado sea Internet). Y dí con la casualidad de encontrarme con una página que traduce tu nombre en "bacteriano". Sí, existe.
En fin, parece que Friedmanniella es mi amigo bacteria. Así que junto a él, les damos la bienvenida al caótico sitio en que se convertirá esto.
Cada mañana, cuando despierto, recuerdo sueños y los grabo o los escribo. A veces me pregunto si estoy dormido o si estoy soñando. ¿Estoy soñando ahora? ¿Quién puede saberlo? Nos soñamos unos a otros todo el tiempo. Berkeley afirmaba que Dios era quien nos soñaba. Tal vez tenía razón... ¡pero cuán tedioso para el pobre Dios! Tener que soñar cada grieta y cada mota de polvo en cada taza de té y cada letra en cada alfabeto y cada pensamiento en cada cabeza. ¡Debe estar exhausto!
¿Quién soy? estoy tratando de averiguarlo desde hace tiempo.
Soy una más del montón, una cifra más en las estadísticas. Una persona como cualquier otra. Como todos, como nadie.
Tal vez no sea nadie, nada.
Vivir, nacer o morir. ¿Quién sabe? Siempre será un rompecabezas que no terminamos de descifrar.
Café
Y un recuerdo fugaz y una taza de porcelana. Blanca. Frágil. Y un saquito de azúcar y una cucharita, aun impregnados a lo que fuimos alguna vez. Y un café, negro, amargo. Para olvidarte, para recodarme.
El libro
Tumbado en el diván, leía el libro. Al pasar la página las hojas rasgaban el silencio y cuando terminaba un párrafo, una frase, a veces incluso tras detenerse –sin prisa– en una palabra, cerraba los ojos y aspiraba la fragancia del papel. Después, colocaba el libro abierto boca abajo sobre su pecho, y lo observaba moverse al ritmo acompasado de su respiración, como un pájaro raro que hubiera venido a morir junto a él. Y así hasta que la luz declinaba y se dejaba ganar por el sueño, a la espera del nuevo día que le permitiría seguir leyendo.